Las convenciones sociales, quizás influidas por una matemática recreativa, dan relevancia a los cumpleaños que implican un número de años que son determinados múltiples de cinco, y ensalzan los lustros y, aún más, las décadas de existencia. Menos mal que es así, ya que de haber sido el nueve la cifra de referencia, difícilmente hubiera sido posible celebrar nada en el 2020. Afortunadamente (y sin que la fortuna tenga nada que ver con esto), este año la situación es más benévola y no queremos dejar pasar la oportunidad de sumarnos a una convención favorable.
La fundación de Fotoconnexió el 6 de octubre de 2011 fue el resultado de las buenas relaciones que años antes se habían establecido entre apasionados de la fotografía, y que en un momento concreto optaron por formalizar sus encuentros. La tentadora épica fundacional (siempre confortable) se desvanece al recordar un hecho: el primer encuentro oficial estuvo ligado a una convocatoria confusa, cuyo resultado fue que durante bastante tiempo la entidad quedó constituida por una junta que incluía aproximadamente el 80% de socios y socias. Ahora bien, dejando a un lado la inocente anécdota, lo cierto es que los resultados son incuestionables. Aunque diez años son un suspiro (la mitad de nada si hacemos caso al tango), llegar es un mérito en sí mismo y mucho más con el bagaje asociado. De hecho, es lo que hasta ahora se ha hecho en Fotoconnexió lo que realmente da relevancia a la celebración, resultado de la dedicación desinteresada de sus miembros y, también, de la colaboración de otros individuos y entidades, a quienes les estamos profundamente agradecidos.
Reconnectats, la exposición que hoy (4 de noviembre de 2021) se inaugura, quiere celebrar dónde estamos, proyectarnos hacia delante y aportar, dentro de las posibilidades limitadas de una asociación modesta, una pequeña publicación sobre sus autores, con algunas de las fotografías. Manel Úbeda nos muestra una recopilación de imágenes inéditas de Marruecos, resultado de su interés por el país y sus gentes. En las diez fotografías que por autor contempla la muestra, Manuel Serra aporta una adaptación de una serie suya de trece imágenes lunares. Y Josep Rigol exhibe cinco fotografías tomadas durante la década de 1970 (todas inéditas, salvo una que sólo se vio una vez en la inauguración de la galería Procés) y otras cinco que han sido obtenidas últimamente (una en el 2015 y la resto, expresamente para la muestra, en 2020 y 2021). La exposición, por tanto, reúne a tres fotógrafos que se conocen desde hace décadas y que después de muchos años han abordado un proyecto conjunto gracias a Fotoconnexió.
Esperamos que disfrutéis de todo.
La junta de Fotoconnexió
Manel Úbeda
Manel Úbeda no lo dudó en el momento en que se le planteó el proyecto de la exposición. Con palabras y silencios enseguida dejó constancia de que ya vislumbraba un primer conjunto de fotografías inéditas candidatas a ser exhibidas. De hecho, en poco tiempo respondió con una propuesta concreta: una revisión de fotografías tomadas en Marruecos en 1993, 2009 y 2015.
Lejos de ser una enmienda de proyectos pasados, para él la revisión ha sido una recreación, entendida en dos de las acepciones que tiene la palabra: tanto la que hace referencia al disfrute, como la relativa a volver a realizar, la cual lo que demuestra, como mínimo, continuidad en la generación de obra. Es, en parte, una actitud que contrasta con el planteamiento que manifiesta el fotógrafo sobre la creación artística. Considera que cada autor tiene un momento de plenitud que, sólo en casos excepcionales, consigue mantener, ya sea refinando su obra y/o abriendo nuevas vías. La afirmación está hecha sin ánimo de desprestigiar a nadie y en ningún caso tiene relación con la merma de facultades a menudo asociada a la edad (una circunstancia que, dicho sea de paso, afronta deportivamente). El, digamos, apogeo creativo temporal es, simplemente, un hecho natural que hay que aceptar y que, sin explicitarlo, queda claro que él acoge (aunque deja entrever un cierto pesar).
Relacionado con el planteamiento anterior, tampoco le es ajena la idea de que un autor legue a la posteridad sólo lo que considera que lo define, destruyendo el resto. De esta forma se elimina cualquier reinterpretación que pueda tener en cuenta nada más que lo que el creador ha considerado como definitorio de su esencia.
Ahora bien, más que planteamientos finalistas, la sensación que transmiten sus palabras es que las ideas anteriores son algunas de las respuestas posibles a preguntas de una búsqueda personal vigente, y que ninguna de ellas tiene por qué ser satisfactoria al cien por ciento. Son dudas y tanteos que tienen su origen en la determinación firme a dedicarse a la fotografía que se formuló un adolescente de dieciséis años, allá por 1967. El momento, fijado en la memoria (e incluso podría decirse que virado al oro), nos remite a la primera visión de la aparición de la imagen en un papel fotográfico dentro del laboratorio de un amigo aficionado a la fotografía. A partir de aquí todo fue combinar varios trabajos con el aprendizaje de la fotografía a partir de recursos diversos. Y esto al tiempo que se costeaba los cuatro cursos del bachillerato de la época, estudios que finalizó en sólo dos años.
El aprendizaje en el laboratorio contó con sorpresas, como la que tuvo lugar en la tienda de fotografía Luis Baltá en el Portal del Àngel de Barcelona; se vio obligado a ir desde su Mollet natal para comprar papel, porque el amigo que le llevaba no podía hacerlo. Allí descubrió que no existía un único papel fotográfico, aquél que en la caja indicaba grado 6 (de contraste máximo). Si hasta entonces había logrado las gradaciones tonales deseadas con todo tipo de recursos técnicos, ahora las nuevas posibilidades le abrían horizontes inesperados. Todo ello hizo que el positivado nunca fuera una limitación, sino la forma natural de trasladar a la plata la imagen que había visto en su cabeza.
Con los años empezó a difundir la experiencia adquirida como fotógrafo profesional en Mallorca (durante una mili peculiar) y, especialmente, en un estudio de Barcelona. Lo hizo a través de la docencia, compartida con otros compañeros de la misma cuerda y generación. Al principio fue con más entusiasmo que pedagogía, pero siempre con una honradez que ellos habían echado de menos en algunos predecesores recelosos, a los que, en ocasiones, habían recurrido. En cualquier caso, además de un proyecto profesional, la docencia también fue una oportunidad para aprender: por un lado, no hay nada como tener que explicar las cosas para empaparse y, por otro , el contacto con ideas ajenas siempre le resultó motivador. Es una motivación que, reconoce, no está exenta del peligro de la apropiación consciente de las concepciones de los demás, una conducta en la que sabe que hay quien ha caído.
A pesar de la dedicación que requirió la docencia y la dirección de una escuela, Manel no dejó de fotografiar. Sus preferencias temáticas y estilísticas le identifican con claridad y dan fe de un planteamiento coherente y de profundización. Algunos oráculos quizá dirán que no es capaz de reinventarse, y hay que felicitarlos porque estarán muy acertados: nada más lejano a su ánimo que abordar un camino nuevo si éste no surge sin artificios forzados.
Ejerce lo que podemos llamar como fotografía lenta, lejana de la inmediatez de la digital, de la que, sin embargo, no reniega (curiosamente, experimentó con ella de forma pionera durante los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992). La lentitud referida es producto de la meditación y resulta, en general, en una única toma de la imagen: si se tiene la certeza de haber captado lo que se quiere, ¿por qué insistir con repeticiones o variaciones? Pero la obtención de la imagen final todavía debe experimentar otra dilación, una especie de alejamiento sentimental. El carrete (sí, todavía dispara en analógico) pasa un tiempo en la nevera antes del revelado y positivado finales. Esto ayuda a librar la fotografía de los estímulos del momento, de las sensaciones que experimenta el autor en el instante en que fue tomada. Su visión diferida favorece así una valoración más objetiva, desnuda de todo lo que ignorará a otro que más adelante la vea. La foto debe ser capaz de hablar por sí sola.
Esta forma de trabajar contiene en sí misma una segunda creación, una revisión de la propia obra, que es justamente lo que nos ofrece Manel con las fotografías de Marruecos. Quien sabe si en un futuro no muy lejano alguien permitirá que se -y nos- recree de forma mucho más extensa.
Manuel Serra
La propuesta fotográfica de Manuel Serra es lunar (Travessada al·lunicinant enlloc més enllà de l’horitzó, Travesía alunicinante a ninguna parte más allá del horizonte) y pertenece a una de las dos líneas preferentes de su trayectoria: por un lado, la fragmentación del espacio con teselaciones regulares y, por otro, la del tiempo mediante secuencias. El caso que nos ocupa pertenece a la segunda opción: una salida de luna llena en un continente fijo constituido por una platea marina y un escenario celeste, espacios que desaparecen paulatinamente a medida que el satélite toma vuelo y la luz del sol se desvanece. La obra se suma a las que desde hace unos quince años dedica al astro cuando nos mira sin esconderse. Es, por tanto, una actividad de larga duración que manifiesta el efecto cautivador que la luna ejerce sobre el fotógrafo (¡suerte que no vive en Tatooine!), y que si no fuera por las evocaciones poéticas asociadas, bien podría calificarse se obsesiva.
Muy más atrás en el tiempo, en invierno de 1978, se sitúa el primer trabajo fragmentario que realizó: una composición de doce imágenes obtenida en Inglaterra, a donde había llegado en 1975, con veintiséis años de edad. La estancia en la isla significó la culminación de una evolución que le hizo no sólo dedicarse plenamente a la fotografía, sino hacerlo en un sentido determinado. Porque el asentamiento fotográfico de Manuel fue progresivo.
Si bien desde pequeño se relacionó con la fotografía a partir del fondo fotográfico de su abuelo y de la Kodak Brownie 127 que con siete años le regalan (pronto se la robaron), el joven Manuel no se sintió especialmente atraído por ella. Acabado el bachillerato se interesa por el diseño y entra en la escuela Eina. Recuerda muy bien las clases con América Sánchez y, también, cómo tenía que hacer frente con una Brownie 6 x 6 a los trabajos académicos que Xavier Miserachs pedía, y que suspendía con regularidad (y, digámoslo todo, con cierta indiferencia). Habiendo realizado dos de los tres cursos del programa, y con el gusanillo de la fotografía, se va a la mili y al volver se incorpora al estudio del diseñador Enric Franch. En esta época aumenta su interés por la fotografía, pero le decepciona el diseño industrial, ya que no todo lo que crea sobre el papel se materializa. Así comienza su transición hacia la fotografía, la cual le resulta agradable, entre otras cosas, por lo eficiente en lo que respecta a los resultados.
El cambio se acelera en 1973 cuando deja el estudio de diseño, profundiza en aspectos técnicos de la fotografía y en el invierno del año siguiente entra como fotógrafo en el Hospital Prínceps de Espanya de Bellvitge. Pero el sueldo no compensa la convivencia con las corruptelas que ve y deja su trabajo en 1975 para trabajar para traumatólogos privados. Otros dos acontecimientos le impulsarán a abandonar el país en breve. Uno de ellos fue conocer al fotógrafo y médico inglés Richard Wood, quien inauguró una exposición en la Galería Spectrum de Barcelona. La excepcional poca asistencia al acto (Wood, Manuel, sus parejas y la propia galerista Sandra Solsona con su perra inseparable), condicionada por la celebración del festival de Arles, permitió que ambos fotógrafos establecieran una relación lo suficientemente cordial como para que más adelante Wood introdujera a Manuel en el ambiente fotográfico de Londres. El último hecho que catapulta a Manuel a través del canal de la Mancha tiene que ver con la experimentación con el Ektachrome 64T en fotografía nocturna, una actividad que hizo que fuera detenido a punta de pistola en la Diagonal de Barcelona mientras obtenía una imagen en cuyo fondo estaba la puerta de un banco, un tipo de entidad que en aquellos años era objeto de atentados terroristas y que gozaba de una protección especial. La experiencia no pasó de permanecer una noche en la comisaría de la Via Laietana a la espera de una resolución policial (exculpatoria) y de un registro domiciliario, pero fue lo suficientemente traumática como para acabar de decidirlo a comprar un billete de ida hacia Inglaterra.
Instalado en Londres en otoño de 1975 con su pareja Montse Noguera, se entera de que no puede trabajar como fotógrafo en los hospitales, ya que es necesario tener una titulación que dan unos estudios reglados. Poco después asiste a unos seminarios de fotografía de Gerry Badger, expone en Londres e ingresa en la Trent Polytechnic de Nottingham, donde cursa los tres años de fotografía. Acabada la formación, con una clara visión de lo que quiere y hace (entiende la fotografía como una transformación de la realidad), y con un título bajo el brazo, compra el billete de vuelta.
En 1980 Manuel es contratado en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona, pero al no serle reconocida la titulación inglesa no lo es como docente, sino como maestro de taller. En busca de unas mejores condiciones, deja el trabajo al año siguiente y empieza a positivar para otros fotógrafos, como C. Fontserè, A. Centelles, X. Miserachs, J. Ubiña y H. Rivas. Así compagina la creación personal con la nueva actividad laboral, en la que se ha convertido en un referente. Ahora bien, a la inherente oscuridad del laboratorio hay que añadir la penumbra del reconocimiento, que no siempre es manifiesto: como mínimo hay que apreciar la capacidad de ejecutar con exactitud lo que el cliente quiere. En el caso de Manuel, según él confiesa, va un poco más allá y procura disfrazarse del fotógrafo para ver con sus ojos e incluso aconsejarle en algunos aspectos. Es una intervención medida que se hace más libre cuando la aplica a positivados póstumos, y que fluye aún más cuando no hay positivos de autor que sirvan de referencia.
En cualquier caso, el control del positivado es su huella, resultado de reducir la incertidumbre a la mínima expresión con recursos y experiencia. Un azar que, paradójicamente, intervino en la secuencia lunar, donde dos actores inesperados se cuelan y representan unos papeles que, pese a ser improvisados, completan la puesta en escena. Un hecho fortuito, sí, pero había que estar allí para aprovecharlo.
Josep Rigol
En cierto sentido, para Josep Rigol -Pep-, la exposición ha sido un reencuentro consigo mismo. Hay un salto temporal considerable entre las cinco imágenes que se exhiben hechas en la década de 1970 y las otras cinco, hechas últimamente. Entre ambos grupos existe un paréntesis largo en lo que se refiere a la exhibición pública de su obra; es una interrupción condicionada por hechos, curiosamente, del todo fotográficos. Al proponerle el proyecto, enseguida dijo que retomaría el tipo de fotografía que le es característico: aproximaciones y juegos compositivos que buscan atrapar al espectador. Es su forma de expresarse, con una mirada no convencional; transgresora, le gusta decir, resituándose terminológicamente en el tiempo en que empezó a ejercer en serio de fotógrafo, desafiando las normas férreas que regían en determinados ambientes. Son pequeñas patadas que hacen tambalear nuestra percepción visual para generar, en función del espectador, sorpresa, alegría, desconcierto, inquietud o, quizás, también rechazo, por aquello de tantas cabezas tantos sombreros.
El reencuentro indicado puede comportarle una situación incómoda por dos motivos: por un lado, reanudar la actividad creativa después de varias décadas de hibernación es un evidente desafío personal; pero no le ha faltado ánimo ni animadores, como su esposa, Janine, que le alentó a salir adelante, o amigos que le decían “¿no somos fotógrafos? pues a fotografiar”. El otro inconveniente tiene que ver con situarse de repente al otro lado del espejo, al exhibir su obra, ya que la larga pausa de Pep ha sido consecuencia de su dedicación a difundir la fotografía. Esto ha sido así desde aproximadamente 1978, cuando con veinticinco años interrumpió (temporalmente, pensaba él) los estudios de Periodismo al constatar que ya ejercía de periodista. Es la época en que se encarga de la información fotográfica en El Correo Catalán, Avui y La Vanguardia, es redactor jefe de la versión española de Zoom, y participa en la creación de Ajoblanco de donde, además , forma parte del consejo editorial. Todo ello dentro de una sostenida efervescencia fotográfica que había arrancado a principios de la década de 1970, cuyos resultados ya han sido descritos de forma detallada en varios estudios (véase, por ejemplo, ZELICH C., La fotografía «creativa» en Cataluña, 1973-1982, Ayuntamiento de Barcelona, 2018). Un par de anécdotas que Pep recuerda nos sumergen en el ambiente en el que él y otros muchos fotógrafos se movían, y constatar cómo las relaciones personales fueron, muchas veces, el factor clave para que cuajaran muchos proyectos de aquellos años. Por ejemplo, en el ámbito laboral, en 1977, durante una reunión tumultuosa para la disolución del sindicato vertical de fotógrafos (organismo que otorgaba las licencias profesionales), el fotógrafo y militante del PSUC Idil·li Tàpia exigió la rápida creación de nuevas asociaciones profesionales absolutamente desvinculadas del agonizante sindicato franquista. Sin embargo, el enfrentamiento no fue inconveniente para que poco después Miquel Galmes, que había formado parte de los tribunales examinadores del sindicato, contara con él como jefe de estudios del Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña, del que era el director. Por otra parte, en lo que es otra demostración de la colaboración que había entre algunos compañeros de profesión, Idil·li cedió desinteresadamente parte de su establecimiento fotográfico a Josep Rigol y Manel Úbeda para la creación de la galería Procés. Estos y otros recuerdos de aquella época Pep los tiene envueltos en papel de seda; afirma que se corresponden a unos hechos que no idealiza y defiende su veracidad, por ejemplo, por la longevidad de las amistades que entonces se establecieron.
Es en los años 80 cuando Pep deja de disparar profesionalmente debido a la cada vez mayor actividad que realiza como promotor de la fotografía. No vive la renuncia de forma traumática, ya que constata que hay buenos fotógrafos que se aplican en el terreno que él había empezado a abordar: la regeneración de la fotografía urbana. Desde entonces y hasta su jubilación reciente, ha estado involucrado en gran parte de los grandes eventos fotográficos -públicos y privados- que han ocurrido en Cataluña. Es una dedicación a la que confiesa que sólo volverá de forma eventual, y siempre que no implique ninguna gestión administrativa (ahora toca relajarse).
Desde la amplia experiencia acumulada, Rigol defiende la creación de un centro dedicado a la fotografía desde un punto de vista global. Considera que repercutiría favorablemente en las galerías y en la obra de autor, la cual, a pesar de que hay entidades públicas que adquieren, hay que difundir más. Sin embargo, piensa que la autoedición ha abierto muchas posibilidades de promoción y que el libro fotográfico actual tiene mucha calidad. En el terreno de los festivales es optimista y posibilista: alienta a que se celebren y cree que siempre incluyen algunas propuestas interesantes.
Para él, actualmente la población ha alcanzado cierta cultura visual básica, pero que no suscita suficiente reconocimiento a los fotógrafos. Para solucionarlo aboga por la inclusión de unos contenidos mínimos de fotografía dentro del sistema educativo. En su caso, esta histórica carencia formativa la sorteó desde su infancia gracias a un ambiente familiar artístico (su tío era el pintor Jaume Muxart). Después, los estímulos culturales se prolongaron con una estancia de cuatro años en la Escolanía de Montserrat (donde empieza a tomar fotos) y, después, en la Institución Cultural Lumen, donde monta un laboratorio fotográfico. A partir de ahí, la prensa especializada -como Nueva Lente-, los encuentros fotográficos de Arles, y autores como Ródchenko, Kertész y Plossu, serán las fuentes de inspiración de un joven fotógrafo que ela- elabora sus preferencias visuales, unas preferencias que hoy vuelve a exhibir.